noviembre 25, 2004

Frente al espejo

Antes que nada le pedí que me callara. Pero no me detuvo. Solté la lengua y le pregunté cuanto creía conocerme. No me quiso responder. Para mentirme ya estoy yo, y para decirme una verdad que voy a recriminarle, prefirió el silencio. Estuve a punto de creer que jugaba conmigo. Y no se si estaba tan errado. Le pedí que me señalara un camino. Me miró suspirando, y levantando su índice, no señaló a ningún lado. “¿Qué camino?” me preguntó sin mover los labios. Sentí una puntada aguda en la cabeza que quise borrar con un masaje de palabras: “No se... el camino a la felicidad”. Creo que si no se río fue porque el poco respeto que me tiene lo ayudó a aguantar. Apartó la mirada. Con solo meditar un segundo lo que dije, comprendí la inmensa torpeza que se me había escapado. Quise arreglar mi error (¿qué necesidad existe de querer enmendar los errores cuando todavía no sabemos su causa?) y le extendí más palabras: “Necesito un camino seguro donde pueda pisar sin miedo, y sin dolor”. Ahora no pudo aguantar la risa. Entre sus carcajadas asomaban sus encías que invitaban al horror de la melancolía. ¿Acaso no me entendió? Mientras reía y se tosía, yo intentaba entender el porqué de su reacción. Se limpiaba la sonrisa de su cara cuando me observó con lástima. Con el índice aún apuntando al vacío me confió que no existen caminos. Y antes de que pudiera preguntarle, me aclaró que dejara de lado mi tozudez, y confiara en sus palabras. Que no lo contradijera por el solo gusto de tener razón. Que lo escuchara. Eso era lo que me hacía falta. Y no buscar un camino inventado en mil ratos de soledad. Me costó contener mi ego. Y el lo sabía. Me exigió que esta vez le hiciera caso. Yo me arriesgué entre sus versos y tal como me lo pidió, desenrollé mi lengua de su cuello y la ubiqué dentro de mi boca. Cerré los labios tal como el me dijo. “Ahora, tenés que tener el valor de arrastrar la venda que te ciega la vista, y llevarla hasta tus labios”. Caí otra vez en mi trampa y lo injurié. ¿Por qué se atrevía a insultarme de esa manera? Si yo veía todo perfectamente. Veía como se burlaba de mi. Observé la manera en que me escuchaba desinteresadamente. Pude ver su manía de interrumpirme y querer llenarme de consejos. Y ahora pretendía que le creyera que yo era un ciego. “Te sobran palabras” balbuceó. Desaté mi lengua sobre su cuerpo. Lo escupí con mil insultos. Yo quería su ayuda, y él tan solo verme sufrir. ¿No te alcanza? Pero por suerte yo ya no tenía fuerzas. No pude impedir que sus manos tocaran mi cara y encerraran mi lengua tras mis dientes. Tomó la venda suavemente y la arrastró hasta mi boca. Para asegurarse le hizo un nuevo nudo. Mis ojos comenzaron a arder. Y comencé a sentir una extraña sensación, de la cual no podía defenderme con palabras.

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