noviembre 16, 2004

De más está decir

Luego de la caminata sobre las hojas secas llego el anuncio de la destrucción. Sólo se salvarían aquellos que hubieran sembrado la fuerza suficiente entre sus huesos, o tuvieran la confianza necesaria para avanzar con la frente bien alta. Los ancianos no parecían preocuparse demasiado. Ni siquiera se inmutaron al notar la mancha rojiza que cubría al cielo. Algunos jóvenes, inocentes hasta de su propia inocencia, se acercaron a quienes creían más sabios, y se atrevieron a esconderse tras sus espaldas. Otros, creyendo que les era imposible la escapatoria, se entregaron a la destrucción con los brazos abiertos y una sonrisa trágica en la boca. Algunos, ni tan valientes ni tan cobardes, quisieron comprender la situación. Se alejaron para observar la mancha roja con mas detenimiento. Caminaron lejos, sin notar que detrás suyo el mar los esperaba bravamente, ansiando tragarlos entre sus olas. No faltó quien aprovechó la euforia para promover su bandera. Invitando a todos que vistieran máscaras deformes para ahuyentar al enemigo. Por otro lado se encontraban los más temerosos. Que no se atrevían a admitir la situación, pero la padecían pesadamente sobre sus espaldas. Los que festejaban la desgracia, víctimas del placer de la mentira, incitaban a expresar hasta los más humillantes sentimientos. Y sus felicidades acababan en un segundo de melancolía. Los que festejaban la desgracia, víctimas del placer de la mentira, incitaban a expresar hasta los más humillantes sentimientos. Y sus felicidades acababan en un segundo de melancolía. Los niños, que no censuraban ninguno de sus sentidos, compartían el momento, sin esforzarse en comprender. Los niños, que no censuraban ninguno de sus sentidos, compartían el momento, sin esforzarse en comprender.

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