noviembre 23, 2004

Complejo mayor de histocompatibilidad

Desde esa primer mirada que no pecaba de inocencia, me di cuenta que algo iba a suceder. Sentí una conección pocas veces imaginada. que ahora se transformaba en algo real. De todas formas decidí esperar; si estaba confundido el tiempo me lo iba a demostrar. Las miradas que siguieron y se mezclaron entre palabras como caricias me aseguraron mis fantasías. Y ya no precisaba ninguna pista más para convencerme de que nuestros caminos se habían encontrado. Cuando nos atrevimos a conocernos confirmé mi teoría. ¿Podía ser cierto que compartieramos tales pasiones? ¿No me estaría engañando? No quise distraerme con preguntas. Al igual que ella, empecé a disfrutar de los atardeceres. Y tal como su lengua lo había pronunciado, apoyé la necesidad de estar mal que todos tenemos. Todo parecía rendir sus frutos. Ya no eran solo miradas, sino sonrisas encerradas como paréntesis entre mejillas rojas. Y el placer de sentir su mano tan cerca de la mía, como si fuera mi mano... mi piel. Me animé a reirme de quienes no creen en el amor ideal. Pero ella tenía razón, ese amor no existe. Lamentablemente me enteré tarde. Y cuando nuestros labios se rozaron mutuamente, para enterrarse en el olvido y mis ilusiones se embarcaron en otro viaje sin retorno, sentí el escozor en el cuerpo. Solo se acercaron para despedirse, y luego llenarse de ausencia. Y yo, con el espejo roto entre las manos y mi imagen desfigurada por intentar ser un reflejo de lo que deseaba. Cuando el amor ideal no existe, no se si valió la pena arriesgarse a tanto.

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